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Jerusalem, tierra de todos

01 Octubre 2011 Texto // Paulina Feltrín Fotos // Paulina Feltrín

Estoy en Tierra Santa por casualidad y el shock cultural es tan sorpresivo como familiar. Siento que doy pasos sobre el camino de la historia y que este lugar es más grande que yo, porque nada de lo que he vivido me ha preparado para lo que viene.

Jerusalem es la tierra de todos y la ciudad de nadie. Su belleza es infinita, es una ciudad amurallada tocada por la historia y el corazón de las tres grandes religiones monoteístas del mundo que viven en armonía entre sus calles pero que se miran con recelo. La tensión es evidente y sin embargo sabes que estas a salvo. Hoy, caminaré sus callejones, platicaré con su gente y me abriré a esta magia espiritual que solo puedes sentir entre sus templos pero que percibes desde el primer respiro.

Dentro de la muralla (aquella que inició el Rey Herodes) la ciudad se divide en cuatro cuadrantes: judío, católico, musulmán y armenio así que no es sorpresa que siendo mexicana ingrese por primera vez, usando la Puerta de Jaffa del cuadrante católico. Confieso que no soy tan devota como todos los que me acompañan y sin embargo logro percibir que este viaje cambiará todas mis percepciones.

Al atravesar la puerta se abre un mundo de sorpresas, de gran belleza pero que también contrasta con lo que imaginamos que es la ciudad de Dios. El bullicio es ensordecedor, un bazar antecede al Santo Sepulcro, los techos rosas del tianguis han cambiado por pequeños comercios donde como buenos negociantes el pueblo árabe regatea sus productos en todos los idiomas: árabe, español, inglés, francés, un espectáculo en sí mismo.

Es claro que aquí no está el poder de la Iglesia, este templo parece que tiene más años de descuido que de antigüedad. Es atendido por sacerdotes franciscanos cuyo estilo de vida, irónicamente, remite a las enseñanzas del origen del catolicismo.

Llego al Santo Sepulcro, lejos del glamour de las grandes iglesias, cobijada por naves de altura majestuosa y murales despintados, es aquí donde siento la energía más poderosa y bella del mundo, donde pese a todo mi escepticismo confieso “quiero creer, ayúdame a creer” y lo hago. Salgo de ahí, pero ya no soy yo, algo dentro de mi ha cambiado… la paz absoluta me invade. Afuera parece tan solo un vistazo a otra dimensión, el sentimiento se disipa por el bullicio del bazar, es tiempo de comprar agua bendita.

La noche siguiente estoy ante la Puerta de Damasco, entrada principal al barrio musulmán. También hay referencias religiosas de la vida de Jesús por todos lados, huellas de las cruzadas y sellos del imprerio británico, pero las imágenes son distintas, en todas las casas y negocios hay pósters de gente con armas. La familiaridad con que dejan abiertas las puertas y miran la vida desde la sala me hacen reflexionar sobre el dominio del pueblo árabe sobre el pueblo español y en consecuencia sobre los mexicanos, que en esta noche me recuerdan las tardes en Yucatán.

Veo mi gente y mi tierra reflejada en los rostros de adultos mayores viendo pasar el tiempo, entre armas y con mirada tranquila, amable y suspicaz. Estoy rompiendo todas mis percepciones, cambiando mi manera de mirar a Jerusalem y al mundo. Parece que he venido a esta tierra a romper tabues.

A la mañana siguiente me dirijo al “Muro de los Lamentos”, en el cuadrante judío. Antes, debo pasar por un filtro de seguridad y detección de metales. Aquí todo está limpio y en orden. Caminar entre las calles empedradas de la ciudad amurallada es como mirar en la vitrina de la historia. La religión en esta ciudad deja de ser un espectador para sentirse y vivirse en todo momento. Admiro los muros de roca camino a la Ultima Cena cuando descubro que estoy junto a la tumba del Rey David, y ante la sorpresa me detengo esperando que alguien llegue a cantarme “Las Mañanitas”, que cantaba el Rey David.

Continúo mi camino, nunca antes había visto “islas” de prestigiadas marcas de diamantes en las plazas comerciales, es evidente que existe una economía poderosa en el pueblo de Israel. En contraste, también encuentro gente exhiliada, viviendo tras muros en Belén o casas con huellas de la guerra que han sido usurpadas. Caminó a Jericó incluso veo campamentos de palestinos que han cambiado la Tierra Santa por la vida nómada, en busca de un lugar de paz, lejos del territorio más amado, más peleado y con mayor simbolismo en el mundo. Estoy reflexionando sobre esto cuando veo a unos niños jugando, niños tan diferentes como la religión que practican pero con la misma sonrisa.

Llegué a este lugar sin esperar nada y al mismo tiempo pensado que ya los sabía todo. Tal vez conquistada por sus contrastes, su armonía cautelosa y la tensión extrema de sus habitantes, regreso a casa más completa que nunca llena de una paz absoluta.

Esta Tierra Santa, me ha enseñado la mejor lección de todas: la tolerancia. Me ha confirmado que el verbo creer, no radica en la historia, ni en los lugares, esta tierra tiene entre sus muros los más grandes tesoros de las tres religiones monoteístas del mundo, y así como unos muestran ante un monumento la devoción más convicente que he visto jamás, para otra persona ese mismo lugar no tiene significado alguno.  En Jerusalem, el verbo creer me dice que para hacerlo lo único que necesitamos es dar “un salto de fe”.

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