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Sep14

El tren de la muerte

14 Septiembre 2010 Texto // Ricardo Garza Lau Fotos // Ricardo Garza Lau

"Es el tren de la muerte, puedes pasar horas varado en el desierto, pero los paisajes que ves son únicos", nos dijo un mochilero australiano que ya había hecho la travesía y ahora paseaba por Atacama. Fue la segunda parte de la frase la que nos movió a Calama, una pequeña ciudad chilena minera y prostibularia. De ahí partimos.

"Es el tren de la muerte, puedes pasar horas varado en el desierto, pero los paisajes que ves son únicos", nos dijo un mochilero australiano que ya había hecho la travesía y ahora paseaba por Atacama. Fue la segunda parte de la frase la que nos movió a Calama, una pequeña ciudad chilena minera y prostibularia. De ahí partimos.

La idea fue sugerida por un profesor peruano que impartía una de esas materias que sirven sólo para rellenar la currícula. Él había escuchado, tal vez en una conversación, tal vez entre sueños, que a un tren de carga que conecta Chile con Bolivia a la altura del Desierto de Atacama se le añade un vagón para pasajeros, raros, siempre extranjeros, un día a la semana.

El ferrocarril realiza viajes diariamente a Uyuni, Bolivia, cargado de minerales, y atraviesa el famoso salar andino homónimo de la ciudad boliviana; pero sólo los miércoles a las 11 de la noche se le conecta un viejo vagón con asientos de plástico rojo deslavado, un cubo de madera con un boquete que llega hasta los durmientes y que funciona como sanitario, y nada más.

El antiguo carro nos recibió con el augurio de un trayecto apto sólo para seres tan inertes como el cobre de los vagones que precedían al nuestro.

Las lámparas se apagaron y el lento andar de la máquina comenzó. La densa penumbra hizo que durmiéramos pronto, bien abrigados, por las heladas temperaturas. Pero no era el frío quien interrumpía nuestro encuentro con Morfeo, sino las constantes taquicardias provocadas por los más de 4 mil metros sobre el nivel del mar en nuestros inexperimentados corazones. Dos días después masticaríamos la milagrosa hoja de coca, que soluciona todo desencuentro con las alturas.

Comenzó a amanecer y nuestros ojos se deslumbraron con una infinita planicie rosa. A los pocos minutos arribamos a la frontera entre Chile y Bolivia. "A partir de este momento no nos hacemos responsables por sus pertenencias", dijo el maquinista chileno, con tono amenazador.

De fondo, una inmensa nada con una montaña que sobrepasaba los 5 mil metros. Los únicos actores en escena eran los cadáveres de algunos vagones de madera, desgastados, rotos, en una vía abandonada.

Fuimos conducidos a un pequeño cuarto con un escritorio, que durante una hora funcionó como aduana boliviana. Un dólar estadounidense fue la tarifa para ingresar al segundo país más pobre del continente, al país de los paisajes altiplánicos casi lunares.

A los pocos minutos desapareció la locomotora chilena, junto con el oficial boliviano, como si ambos hubieran sido sólo un espejismo.

Las horas pasaron y nuestro vagón permaneció quieto, solitario, en el desierto. Algunos salían a caminar, pero volvían pronto porque no había mas que una inacabable llanura. Una paradójica sensación de estar atrapados en un lugar tan abierto y libre comenzó a invadirnos.

A veces aparecían una señora y un niño, a veces pasaban motociclistas que atravesaban la cordillera emulando los diarios del Ché Guevara; pero se esfumaban tan rápido que bien podían ser una mala jugada de las escasas partículas de oxígeno.

En una esquina del vagón, con un halo de indiferencia, estaba sentado un italiano que llevaba cinco horas inmóvil, perdiéndose en la contemplación del desierto. Al saber que algunos mexicanos compartíamos la travesía con él, se acercó para comentarnos que conocía personalmente al sub comandante Marcos, que participó en una marcha anti-globalización en Guadalajara, y que por eso lo detuvieron, le dieron toques en los testículos tres días y luego lo deportaron por cinco años del País. Su verdadera congoja: tener una novia tapatía.

Llegó la hora de la comida y unas latas de atún saciaban nuestro apetito a la vez que incrementaban nuestra inquietud por la futura alimentación. ¿Qué sucedería si hubo una huelga de locomotoristas? ¿Qué si la máquina se descompuso? ¿Qué si se olvidaron de nosotros? Luego de siete horas, cuando nuestra imaginación deambulaba entre pesimistas escenarios, apareció a lo lejos la salvadora locomotora boliviana, y con ella el propósito de nuestro viaje: atravesar el depósito de sal sólida más grande del mundo.

A los pocos kilómetros la tierra se tiñó de blanco y lo único que podía apreciarse a lo lejos era un cerro flotante. En este lugar tan atípico las ilusiones ópticas son cotidianas. El surrealismo se vuelve realidad.

Un blanco más blanco que la nieve estaba ante nuestros ojos reflejando el intenso azul del cielo, un azul aguamarina. El horizonte curvilíneo evidenciaba la redondez del planeta. Nadie dormía. Todos disfrutábamos el escenario natural mientras la vía rechinaba.

Kilómetros adelante terminaba el espectáculo salino y el piso se tapizaba de musgos: suficiente nutrimento para las llamas y vicuñas que pasean por la llanura. Donde el ganado andino se extinguía, comenzaban las aldeas bolivianas, en las que el tren se detenía constantemente, ahora sí, a recoger pasaje. Las primeras nubes aparecían tímidamente reflejando el rojizo sol que estaba por ocultarse.

La noche llegó y con ella nuestro destino final. Fueron menos de 300 kilómetros en 24 horas. Viajar despacio, como hace siglos, provoca un vínculo especial con el camino, con el proceso, con el altiplano andino.

Acerca del autor

Ricardo Garza Lau

Ricardo Garza Lau

Desde que cayeron los primeros billetes en sus manos se convenció de que la mejor inversión en la vida era viajar.

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